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El escrache es ilegal, violento y yo no querría sufrirlo, vale, ¿y qué?
El escrache es ilegal, es
violento, y yo no querría que nadie me lo hiciese a mí en mi casa. Tres
obviedades que no merecen que les dediquemos ni un minuto, y sin embargo
llevamos varios días entrando al trapo de quienes quieren llevar el
debate a su callejón sin salida para torearnos con facilidad.
No merecen un minuto, así que le dedicaré medio: el escrache es ilegal y
violento como lo es en España cualquier acción de protesta que se salga
del formato “manifestación autorizada y que se disuelve a su hora”: es
ilegal y violento como ilegal y violento era acampar en Sol, rodear el
Congreso, parar desahucios, ocupar bancos o montar piquetes en la
huelga.
De modo que, ante la repetida acusación de
ilegalidad y violencia, antes que seguirles el juego y entrar a discutir
si es más violento poner pegatinas o echar por la fuerza a una familia
de su casa, o si es más ilegal un escrache que un desahucio basado en
una ley abusiva, habría que contestar: “sí, el escrache es ilegal y es
violento, ¿y qué?”
El tercer argumento con el que
acorralan a los pro-escrache es también tramposo: ¿te gustaría que te lo
hicieran a ti? Cada vez que un político o un tertuliano se muestra
comprensivo con los escraches, le lanzan el mismo dardo: ¿te gustaría
que los antiabortistas se plantaran ante tu casa con megáfonos y
cacerolas y te persiguieran por la calle? Aquí también, en vez de perder
el tiempo en desmontar ese tipo de comparaciones, habría que contestar:
“no, no me gustaría, ¿y qué?”
En realidad los
activistas, los desahuciados y quienes luchan con ellos, no tienen este
tipo de dudas: ellos siempre han contestado “¿y qué?” Aunque a veces
entren al trapo, no pierden mucho tiempo en discutir con quienes siempre
llevan las de ganar pues juegan con cartas marcadas. Simplemente
actúan.
Somos otros los tiquismiquis, los que a la
frase “yo comprendo los escraches” añadimos siempre alguna coletilla:
“siempre que sean pacíficos”, “siempre que respeten el domicilio
privado”, “siempre que tengan cuidado con los hijos”, “siempre que no
molesten a los vecinos”... Somos otros, quienes nunca hemos tenido miedo
de que nos echen de casa y por eso instintivamente empatizamos más con
el malestar del diputado sitiado que con el sufrimiento de la familia
desahuciada. Somos otros, quienes no hemos sido todavía muy golpeados
por la violencia económica y por eso nos espanta cualquier cosa que
alguien etiquete de violento.
Pero nos guste o no,
hace tiempo que en esta partida alguien dio un puñetazo sobre la mesa,
cambió las reglas y rompió la baraja. Y no fue la PAH. Al contrario, los
antidesahucios no han empezado por los escraches, sino que antes de
llegar hasta aquí han ido subiendo todos los escalones previos:
confianza en el sistema (que los dejó tirados), denuncias en los
juzgados (pero la ley hipotecaria los desamparaba judicialmente),
peticiones a los gobernantes (oídos sordos), manifestaciones (ignoradas o
reprimidas), paralización de desahucios (recibiendo a cambio más
policía), recogida de firmas y presentación de una ILP (que el PP se
resistió a admitir a trámite, y piensa rechazar), y ahora, después de
consumir todos los cartuchos anteriores, el escrache.
Son ellos, quienes responden “¿y qué?”, los que ahora se arriesgan a sufrir un escrache mucho más potente: el tridente político, policial y mediático que en los próximos días acosará a la PAH, la criminalizará y manipulará, y no cesará hasta ver a Ada Colau entrar esposada en la Audiencia Nacional.
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