Rafael Narbona
Rafael Narbona, Escritor y crítico literario
ESPERANZA AGUIRRE: LA REBELIÓN DE LOS PIJOS
Nací, crecí y estudié en un barrio de
pijos. A mi pesar, conozco ese ambiente, con sus fobias, tics, manías y
patologías. Vivía entre Ferraz y Pintor Rosales, una zona residencial
del barrio de Argüelles. Estudié en el Fray Luis de León, un colegio
católico con curas que exaltaban a Franco y nos molían a palos con
cualquier pretexto. Pasaba los veranos en una exclusiva urbanización del
Mediterráneo, que se promocionaba regalando apartamentos a los
capitostes del franquismo. Carrero Blanco, Suárez y Carmen Franco y Polo
aceptaron el obsequio y algunos se pasearon por sus playas, comercios y
restaurantes, con su séquito de guardaespaldas y mayores o menores
dosis de ostentación. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años y la
pensión de mi madre apenas nos permitía llegar a fin de mes.
Afortunadamente, el piso de Argüelles, con vistas al Parque del Oeste,
era de renta antigua y el alquiler muy bajo, pero vivíamos debajo de un
ático y las goteras convirtieron la vivienda en una cueva, con grandes
manchas de humedad y un frío que penetraba en los huesos. Mi madre
conservaba algunas joyas de mi abuela y las empeñaba una y otra vez para
abonar las facturas. El recuerdo de sus excursiones al Monte de Piedad
aún me produce abatimiento. Al final, vendió las joyas, pero gracias a
eso mi hermana y yo pudimos estudiar en la universidad y preparar unas
oposiciones, consiguiendo plaza como profesores de secundaria.
Cuando hace unos días, Esperanza
Aguirre, ex presidenta de la Comunidad de Madrid, montó un numerito en
la Gran Vía, arrollando la moto de un agente de Movilidad y huyendo a
toda pastilla de la policía municipal hasta refugiarse en su palacete de
Malasaña, reconocí de inmediato las señas de identidad de los pijos que
conocí en mi infancia y primera juventud: arrogancia, pésima (o
inexistente) educación, desprecio por los derechos ajenos,
autocomplacencia, una lengua envenenada y una hipocresía proverbial, que
no retrocede ante la mentira, la manipulación o la indiferencia hacia
el sufrimiento de los más débiles y vulnerables. Si otro ciudadano
hubiera actuado como Esperanza Aguirre, habría sido reducido, apaleado,
acusado de atentado contra la autoridad y habría dormido en los
calabozos de la comisaría de Moratalaz, el “Guantánamo” de Madrid. Sin
embargo, los dos guardias civiles de su escolta intentaron resolver el
incidente con un parte amistoso. La “Juana de Arco Liberal” (por
utilizar la delirante expresión de Vargas Llosa, cada vez más empeñado
en ser el nuevo Ernesto Giménez Caballero de las letras
hispanoamericanas) protestó con su mala baba habitual: “¿Qué pasa,
bronquita y denuncia? Vais a por mí porque soy famosa; tienes la placa,
denuncia al vehículo”. Esperanza Aguirre, que ni siquiera llevaba los
papeles del coche, ha tardado varios días en disculparse, presionada por
su propio partido. Eso sí, ha invocado su condición de sexagenaria, ha
acusado a los agentes de machismo y ha comentado con desdén que “la moto
estaba pésimamente aparcada”. La aguerrida lideresa que hace unos días
elogiaba a la policía ya no parece tan entusiasmada con las Fuerzas de
Seguridad del Estado. En su deleznable artículo “¿Manifestaciones o
motines?” (ABC, 31-03-14), afirmaba que el 22-M constituyó un “acto de
terrorismo callejero”. Imagino que intentar atropellar a un agente de
Movilidad -de acuerdo con el relato de la denuncia-, arrollar su moto y
huir después de la colisión, ignorando las sirenas de los policías que
la persiguieron por el centro de Madrid, no es un “acto de terrorismo
callejero”, sino la justificada reacción de una pobre mujer de 62 años,
cruelmente maltratada por la autoridad pública por invadir y obstruir el
carril bus de la Gran Vía en una hora punta. A fin de cuentas, la
intervención de seis agentes en la trifulca es una irrefutable prueba de
violencia de género.
El vergonzoso comportamiento de
Esperanza Aguirre no constituye una novedad. José María Aznar nos ha
regalado momentos inolvidables, inspirados por ese espíritu pijo y
macarra que caracteriza a los hijos de la alta burguesía, con grandes
cuentas corrientes y grandes carencias humanas y culturales. De joven,
Aznar era un fascista apasionado, que leía con arrobo las obras
completas de José Antonio Primo de Rivera. No era un franquista
acérrimo, pues entendía que el régimen había traicionado a la Revolución
Nacionalsindicalista y soñaba con un renacimiento de la “dialéctica de
los puños y las pistolas”, que limpiara a España de rojos y
separatistas. Algo después, su falangismo se moderó y se convirtió en
palmero de Fraga, sin ocultar sus intenciones de escalar hasta la cima
del poder. En esa época, fumaba dos paquetes de Winston al día, bebía
Coca-Cola compulsivamente, pasaba del inglés y los gimnasios, se
planchaba el pelo con gomina y conducía como un macarra, con las
ventanillas bajadas y la música de Julio Iglesias a todo trapo. Entiendo
que Esperanza y Josemari se hicieran amigos apenas se conocieron. Ambos
mostraban el mismo desdén hacia el populacho. Al igual que el capitán
Aguilera, jefe de prensa de Franco y décimo séptimo conde de Alba de
Yeltes, consideraban que obreros y campesinos pertenecían a “una raza de
esclavos”: “Son como animales, ¿sabe?, y no cabe esperar que se libren
del virus del bolchevismo –comentó Aguilera a un periodista durante la
guerra civil-. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la
peste… Nuestro programa consiste en exterminar a un tercio de la
población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos
desharíamos del proletariado”. Los historiadores no se ponen de acuerdo,
pero incluso los más moderados atribuyen a Franco entre 200.000 y
300.000 víctimas. 114.000 hombres y mujeres aún yacen en grandes fosas
clandestinas. Esperanza Aguirre, José María Aznar, Soraya Sáenz de
Santamaría, María Dolores de Cospedal, Ana Botella, Alberto
Ruiz-Gallardón y Cristina Cifuentes son –entre otros- los herederos de
ese legado de crímenes y atropellos. Saben que en 1939 obtuvieron una
aplastante victoria en una guerra de exterminio que en realidad debería
llamarse “guerra de clases” y ahora pretenden impulsar una nueva
contrarrevolución. La escandalosamente ignorante Esperanza Aguirre –aún
recuerdo la carta que nos envió a los profesores, justificando sus
recortes con unos párrafos plagados de faltas sintácticas y de
ortografía- ha citado a Edmund Burke, padre del liberal-conservadurismo (old whigs),
con la intención de apoyar las medidas represivas contra los
organizadores del 22-M. Burke era un reaccionario que detestaba la
Revolución francesa y anhelaba el regreso del Antiguo Régimen, donde los
trabajadores no eran ciudadanos, sino siervos. Indudablemente, ése es
el objetivo del neoliberalismo, que desde los años 80 mantiene una
agresiva cruzada política y mediática para destruir los derechos
humanos, sociales y laborales. En España, ese fenómeno podría llamarse
“la rebelión de los pijos”, hartos de tantas protestas y tantas
mamandurrias. Es decir, hartos de tantos trabajadores con salarios
desorbitados, sindicalistas pedigüeños y pobres empresarios con
ganancias irrisorias.
Esperanza Aguirre no ha cometido una
infracción, sino un homicidio en grado de tentativa. Ya que la condesa
consorte de Bornos y grande de España se muestra partidaria de “llamar a
las cosas por su nombre”, voy a tomar prestadas algunas de sus frases
de su artículo “¿Manifestaciones o motines?”. Lo que hizo Esperanza
Aguirre merece el calificativo de “terrorismo callejero”, pues pudo
causar una desgracia y desató “el terror en las calles más céntricas e
importantes de la capital”. De hecho, desobedeció y desafió a “los
policías encargados de mantener el orden y de defender los derechos de
los madrileños”. Su conducta temeraria y chulesca es “un aldabonazo en
la conciencia de cualquier persona decente, de cualquier ciudadano
consciente”. Los jueces no pueden reaccionar con tibieza, pues “ante la
extrema gravedad de estos hechos, la respuesta del Estado de Derecho
tiene que ser proporcionada a su gravedad […] Si un salvaje ataca con un
palo a un policía, lo derriba y lo patalea, no pueda irse de rositas”.
Creo que en este caso, el adjetivo de “salvaje” hay que aplicarlo a
Esperanza Aguirre. No utilizó un palo, sino un coche y si el agente no
hubiera disfrutado de buenos reflejos, quizás se encontraría dos metros
bajo tierra. La condesa no debería “irse de rositas”, pero ya se sabe
que en el Estado español la ley no es igual para todos, pese a que la
Constitución proclame lo contrario. De hecho, si Juan Carlos I –un jefe
de Estado impuesto por la dictadura franquista y sin ninguna legitimidad
democrática- hubiera hecho algo semejante, no se le podría juzgar ni
multar, pues su figura es inviolable y no está sujeta a responsabilidad,
de acuerdo con la Constitución de 1978.
La rebelión de los pijos se ha manifestado en las últimas semanas con la crudeza de un interminable neofranquismo disfrazado de monarquía parlamentaria: un joven ha perdido la visión de un ojo y otro un testículo en las Marchas del 22-M; 35 familias que vivían en la Corrala Utopía en Sevilla han sido desalojadas con innecesaria brutalidad, han muerto dos ciudadanos tras ser reducidos violentamente por los Mossos d’Esquadra, un periodista de La haine ha sido golpeado, humillado y acusado de atentado contra la autoridad, sin otras pruebas que la presunción de veracidad de la policía. Cuando el Parlamento Europeo concedió a la PAH el Premio de Ciudadano 2013, Esperanza Aguirre protestó acusando a los parlamentarios de la UE de estar “borrachos de un sentimiento de superioridad moral que da miedo”. Ahora está claro que ese “sentimiento de superioridad que da miedo” es tal vez el rasgo más acusado de su personalidad, lo cual le permite mentir sin mala conciencia, menospreciar el sufrimiento de las familias en paro o desahuciadas y vulnerar las leyes con bochornosa impunidad. No voy a decir que la situación ha sido mejor durante los gobiernos del PSOE, cuando la corrupción, la humillación de la clase trabajadora y el terrorismo de estado prosperaron como una plaga bíblica. Desgraciadamente, los felipistas (me niego a llamarlos socialistas) imitaron a los pijos y el PSOE de Felipe González pasó a la historia como el partido de la Beautiful People. De hecho, hoy en día Felipe –también conocido como Mr. X- acumula propiedades, se codea con tiranos (Mohamed VI), responsables de crímenes de lesa humanidad (Álvaro Uribe) y millonarios involucrados en golpes de estado y vinculados con los carteles del narcotráfico (Carlos Slim y Gustavo Cisneros). España no es una democracia, sino una ciénaga, con señoritos displicentes, políticos corruptos, banqueros desalmados, obispos tridentinos, espadones de rostro patibulario, guardias civiles con aire de sayones medievales y condesas que se ríen de los ciudadanos, añorando las épocas donde la nobleza se abría paso a bastonazos y los alguaciles les cortaban las orejas a los impertinentes.
La rebelión de los pijos se ha manifestado en las últimas semanas con la crudeza de un interminable neofranquismo disfrazado de monarquía parlamentaria: un joven ha perdido la visión de un ojo y otro un testículo en las Marchas del 22-M; 35 familias que vivían en la Corrala Utopía en Sevilla han sido desalojadas con innecesaria brutalidad, han muerto dos ciudadanos tras ser reducidos violentamente por los Mossos d’Esquadra, un periodista de La haine ha sido golpeado, humillado y acusado de atentado contra la autoridad, sin otras pruebas que la presunción de veracidad de la policía. Cuando el Parlamento Europeo concedió a la PAH el Premio de Ciudadano 2013, Esperanza Aguirre protestó acusando a los parlamentarios de la UE de estar “borrachos de un sentimiento de superioridad moral que da miedo”. Ahora está claro que ese “sentimiento de superioridad que da miedo” es tal vez el rasgo más acusado de su personalidad, lo cual le permite mentir sin mala conciencia, menospreciar el sufrimiento de las familias en paro o desahuciadas y vulnerar las leyes con bochornosa impunidad. No voy a decir que la situación ha sido mejor durante los gobiernos del PSOE, cuando la corrupción, la humillación de la clase trabajadora y el terrorismo de estado prosperaron como una plaga bíblica. Desgraciadamente, los felipistas (me niego a llamarlos socialistas) imitaron a los pijos y el PSOE de Felipe González pasó a la historia como el partido de la Beautiful People. De hecho, hoy en día Felipe –también conocido como Mr. X- acumula propiedades, se codea con tiranos (Mohamed VI), responsables de crímenes de lesa humanidad (Álvaro Uribe) y millonarios involucrados en golpes de estado y vinculados con los carteles del narcotráfico (Carlos Slim y Gustavo Cisneros). España no es una democracia, sino una ciénaga, con señoritos displicentes, políticos corruptos, banqueros desalmados, obispos tridentinos, espadones de rostro patibulario, guardias civiles con aire de sayones medievales y condesas que se ríen de los ciudadanos, añorando las épocas donde la nobleza se abría paso a bastonazos y los alguaciles les cortaban las orejas a los impertinentes.
RAFAEL NARBONA
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