viernes, 25 de marzo de 2016

25.03.16.- BRUSELAS NO ME DUELE MAS






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Bruselas no me duele más

Por Raquel Olcoz

Hemos aprendido a filtrar los dramas, como si hubiera dolores de primera o de segunda división.
Hemos aprendido a filtrar los dramas, como si hubiera dolores de primera o de segunda división.
Bruselas no me duele más.  Ni menos.


Bruselas me da sólo más miedo.  Como me dio miedo París, porque solamente cinco días antes de los atentados yo estaba allí.  Bruselas agobia, porque sus muertos dejan en evidencia ese pensamiento nuestro tan ridículo de considerar que Europa es una isla feliz donde no puede pasar nada. No puede, no debe. Debería estar prohibido por ley, que pase algo.   Porque si ocurre en Bruselas, o en París, o en Londres, o en Madrid, o en Nueva York, quiere decir que el tiroteo podría tener lugar en el bar de debajo de mi casa, donde podría pillarme desayunando tranquilamente.  Que podría venirse abajo el edificio donde vivo.  Que una explosión podría hacer volar el colegio de mis hijos.  Y por ahí no pasamos. Así que “hemos decidido” que las cosas pueden pasar sólo allí,  hacia la derecha del mapa si lo miras de frente, o como mucho hacia abajo.  Terremotos, bombas, muertos de hambre… lo importante es que queden bien lejos.  Que de repente ciertas cosas pasen aquí nos desconcierta, nos inquieta, nos indigna, nos asusta.
Hemos aprendido a filtrar los dramas, como si hubiera dolores de primera o de segunda división.  Hemos aprendido a no sentir ni padecer cuando nos muestran imágenes de niños  secos e hinchados, llenos de moscas en la cara, porque, total, esos campan por allí abajo. Hemos aprendido a relativizar las cifras, porque los 2.749 muertos en las Torres Gemelas, los 193 muertos en la estación de Atocha de Madrid, los 56 muertos del metro de Londres, los 132 que hace unos meses murieron en París  o los 31 que ayer perdieron la vida en Bruselas escuecen mucho más que los 11.000 niños que desde el 2011 han sido asesinados en Siria.   Niños.  Unos cuatrocientos de ellos, a manos de francotiradores. Quiero, necesito repetirlo: unos cuatrocientos de ellos, a manos de francotiradores. De adultos que, viendo una criatura por el visor, la han seguido, la han centrado y sin miramientos han apretado el gatillo. Cuatrocientas veces.
Bruselas, a mí, no me causa un dolor especial.    Sí, por supuesto: leo las historias que hay detrás de cada uno de aquellos treinta y un nombres y se me anuda la garganta.  Veo las imágenes de ese vagón de metro destripado y siento escalofríos. Pero después recuerdo un vídeo, visto no hace mucho. Un vídeo que puede ver cualquiera, basta tener el cuajo para teclear cuatro palabras certeras en Google. Un vídeo que cuento en presente, porque desgraciadamente esa escena se repite cada día. Se repite ahora mismo, mientras escribo. Un hombre musulmán arrodillado llora sin consuelo abrazando a dos niñas pequeñas.  Las aprieta con fuerza contra su cuerpo.  Sólo cuando la cabeza de la más pequeña se balancea hacia atrás uno se da cuenta de que están muertas. Cuando el plano se abre muestra muchos más niños. Con las muñecas atadas para que los brazos permanezcan dignamente cruzados sobre el pecho. Todos muertos, alcanzados por bombas de cloro.   A mí me da igual cuál es su credo o quién es su Dios.  ¡Como si en el nombre del que nos toca por estos lares no se hubieran cometido nunca atrocidades despreciables!
Preferimos no mirar más allá de nuestro occidental ombligo.   Pero, a veces, te ponen delante una imagen que te entra en el corazón como una bala.  Aylan Kurdi  salía en la foto.  Sólo por eso removió conciencias. Más que su hermano de cinco años, ahogado también, que como no fue retratado parece que no dejó un  nombre que recordar. Se llamaba Galip.  Osama Abdul Mohsen salía en la foto.  Por eso nos indignó la zancadilla de esa occidental sin alma di Petra Laszlo.  Preferimos no mirar, porque sabemos que lo que veríamos dejaría pequeño Bruselas.  He visto un vídeo de un niño con un brazo y una pierna amputados que se pregunta entre lágrimas dónde están los países musulmanes que tendrían que ayudarles. Otro de un chavalín que atraviesa una plaza esquivando las balas de un francotirador para llegar hasta una niña pequeña que se resguarda detrás de un coche y arrastrarla hasta ponerla a salvo.  Otro en el que un niño de unos diez años cuenta con la barbilla arrugada que han sacado de los escombros a cuarenta miembros de su familia, todos muertos, y que ha visto los cuatro trozos en los que ha quedado dividido el cuerpo de su abuela, antes de preguntar: “Pero, ¿por qué nos bombardean?”. El vídeo de otro crío que llora y dice: “¡Nos están matando. Nos están bombardeando, Rusia les da armas y los países árabes callan! ¡Su silencio también nos está matando!”.   Y el de una niña de no más de siete años que grita con una rabia heladora: “¡¡¡Bashar, nos puedes matar de hambre, nos puedes bombardear, nos puedes dejar sin piernas y brazos, nos puedes dejar sin casa y sin padres, pero no puedes cambiar lo que hay en nuestros corazones!!!”.  He visto imágenes que preferiría no haber visto jamás, fotografías de recién nacidos torturados y apaleados hasta la muerte, de bebés quemados vivos, de niños ahorcados por el Estado Islámico sólo porque eran hijos de sirios cristianos. He visto fotos de padres llevando en brazos el cadáver de un hijo. De niños pequeños llevando a cuestas a otros niños aún más pequeños, corriendo solos en medio de una polvareda, sorteando los escombros de lo que un minuto antes de una explosión era su barrio. He tenido que ver las fotos de los cuerpos sin vida de criaturas muertas de hambre en Madaya, porque durante semanas no han tenido para comer nada más que las hojas de las plantas de sus macetas. Son  niños sin nombre.   Niños cubiertos de polvo. De los que pillan lejos y duelen lo justo.   Pero también hay niños con nombre.  Basta teclear en Google “Kinan Masalmeh”, por ejemplo, y agachar las orejas.
Bruselas se mira el ombligo. Ya tiene donde dirigir la mirada esa ciudad en la que hace sólo cuatro días Europa decidió cerrar los ojos.
Y mientras, preferimos no mirar más allá de nuestro occidental ombligo.
Yo no tengo ninguna solución para un conflicto que no llego a entender.  Soy de las que con toda la buena voluntad se suman al ciber lutocolectivo, una que hace unos meses puso una vela en la  ventana para explicar a sus hijos lo que significaba la condena y la solidaridad con París, ese sitio del que mamá acababa de volver y que en esos días salía tanto por la tele.   Era tan poco resolutivo como ese cartel sujetado ayer por un niño musulmán en un campo de refugiados que dice “Sorry for Brussels”, inútil como todos esos carteles que rezan “Not in my name”, aunque creo que siempre será mejor que mirar hacia otro lado.   Pero también soy de las que piensan que no hay velas en el mundo para solidarizarme con esos otros lugares de nombre impronunciable que a mí también me causan dolor.  Como Bruselas. Como París. Como Londres. Como un Madrid que aún me sangra. Como Nueva York . Ni más, ni menos.
Sí, Bruselas se mira el ombligo. Ya tiene donde dirigir la mirada esa ciudad en la que hace sólo cuatro días Europa decidió cerrar los ojos. Esa ciudad en la que se selló un pacto que, en palabras pobres, es un contrato para que alguien se haga cargo del trabajo sucio. Las ONGs que ayudaban a desembarcar a los refugiados en Lesbos han sido expulsadas de las playas, de las áreas donde sus instalaciones de emergencia y su centro de registros en Moria se han convertido de un día para otro en campos de detenidos. Han hacinado a los refugiados en ferrys, aterrorizados y marcados como animales de matadero, para mandarlos a la ciudad de Kavala y vaciar las islas. Los que llegan ahora, porque siguen llegando a miles, están ya condenados. Seres humanos que se lanzan al mar sabiendo que al otro lado les espera una alambrada porque necesitan escapar de casi dos mil días en los que horrores como el de Bruselas se les repetían al lado constantemente, varias veces en la misma jornada.  Pero Europa echa el cerrojo y subarrenda el drama. En aquellas playas ya no hay sitio para nadie. Nadie que cuente lo que pasa. Nadie que haga que esas personas sin nombre salgan en la foto y nos arruinen merecidamente el café de la mañana. Y mandarán a aquella gente de vuelta a Turquía, donde nadie estará presente para sacar una fotografía con el móvil y hacerla viral, o para contarnos si esas personas están siendo tratadas como se dijo en el pacto, mientras Europa mira hacia otro lado. Hacia otro lado que, preferiblemente, no sea un espejo. Porque le haría falta a Europa mucha flema para mirarse a los ojos hoy.
Son refugiados, números. Niños sin nombre, cubiertos de polvo. De los que pillan lejos y duelen lo justo.
Son refugiados, números. Niños sin nombre, cubiertos de polvo. De los que pillan lejos y duelen lo justo.
En la clase de mi hija de seis años hay tres niños que se apellidan Ambat, Nazakat  y Arshad. Nacidos aquí, aunque sus madres a estas alturas aún no sepan una palabra de ninguna lengua que no sea la suya.  Me los cruzo cada mañana, tres niños encantadores, educadísimos, sonrientes.  Que yo sepa, nunca se han quejado de que en su aula haya colgado un Cristo crucificado, el mártir de otros.   Hace unos días, hablando con mi hija, ella hizo alusión al menú alternativo que estos niños tienen en el comedor. Yo le pregunté: “¿Sabes por qué les ofrecen una comida diferente?”. Ella me contestó: “Porque son musulmanes”. Entonces yo le dije: “¿Y sabes qué significa que son musulmanes?”. Y ella me respondió: “Sí, que algunas cosas no pueden comerlas, que tienen algunas ideas distintas y que tienen la cara un poco más marrón”.   Nunca me cansaré de aprender de ella.
Nos echamos las manos a la cabeza pensando en qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos.  Tal vez la única solución posible, lo único que realmente podemos hacer, es preocuparnos de qué hijos vamos a dejar a nuestro mundo.  Quizá la nuestra pasará la Historia como una generación cobarde, como una generación insensible, como la generación de una panda de genocidas pasivos. Pero también podemos intentar, no perdamos la esperanza, que un día nuestros hijos sean capaces hacerlo mejor.

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